Os propongo una escena cotidiana: estáis inmersos en vuestra rutina diaria. Os habéis levantado temprano para ir a trabajar, con las legañas aún en los ojos y esa sensación pegajosa del sueño interrumpido. En el trabajo, el tiempo parece detenido. Miráis el reloj una y otra vez, soñando con esas vacaciones que llegarán —al fin— en un par de semanas. Volvéis a casa agotados, después de una jornada laboral, algo de ejercicio y el inevitable atasco de las seis. Os dejáis caer en el sofá deseando que os trague entero, con menos de una hora por delante antes de la ducha, la cena, y la cama.
Día tras día… ¿Quién no querría huir de esa monotonía y escapar a unas vacaciones sin reloj?
Muchas veces me he sentido así. Y yo, que adoro viajar, he hecho de los viajes mi vía de escape. Me gusta soñarlos, planificarlos y vivirlos. Siempre tengo un destino nuevo en mente, una historia por imaginar, un lugar donde ambientar las páginas de un futuro libro.
En mi tercer año de universidad, aunque mi rutina no era exactamente como la que describo, tampoco me llenaba. Fue entonces cuando empecé a escribir La noche que acaricié el frío polar, con el deseo de vivir otras vidas, salir de la mía, y encontrarle sentido a este juego . Sin embargo, si observamos a Violeta —mi protagonista— vemos que su vida es sencilla: trabaja por sus sueños, se fija en los pequeños detalles y elige mirar de frente con valentía.
Con el tiempo he aprendido a valorar tanto el viaje como el regreso a casa. Hace unas semanas volví de las Azores, un viaje que llevaba años deseando hacer. Fue maravilloso: desconecté, reí y compartí tiempo de calidad con una de las personas que más amo. Pero al subir al primero de los tres aviones de regreso, pensé: dejamos este paraíso para volver al mejor de todos —nuestro hogar.
Durante mucho tiempo viví anclada al futuro, a ese mes de vacaciones al año. Pero mientras más crezco, más intento cambiar esa forma de pensar. Estoy aprendiendo a construir una vida plena no solo durante treinta días, sino a lo largo de los trescientos sesenta y cinco. Una vida donde los pequeños momentos nos hagan sentir bien, donde el paraíso no sea una huida, sino una forma de vivir.

Volver a casa es una sensación que aprecio cada vez más: esos primeros minutos del día cuando el sol se cuela por la ventana de mi habitación; el abrazo apretado a la persona con la que tengo la fortuna de compartir el sueño; abrir el portátil y escribir un nuevo capítulo; salir a la terraza y observar las colinas cercanas; preparar algo rico mientras vemos un documental; visitar a mi familia, compartir un batido de frutas, poner esa canción que nos remueve por dentro u oler las páginas de un libro. Incluso reír en los momentos más duros —como en la sala de un hospital—, o nadar en la piscina y ver cómo el agua brilla con los últimos rayos del día haciéndote recordar la historia de una de tus autoras favoritas. Hablar con un compañero que te da una nueva perspectiva, o subir por la pared del rocódromo como una araña feliz, olvidando el tráfico de las seis.
Todos podemos elegir a qué prestamos atención y cómo vivimos cada día. Podemos correr por la superficie de la vida, entre quejas y prisas, o ser como ese insecto pequeño que avanza lento, pero atento a cada detalle. En estos meses, mi abuelo me está enseñando que siempre hay belleza si sabemos mirar. Hoy celebramos que se come un bombón de chocolate él solo y se le mancha la comisura de los labios. No hace falta que una carcajada estalle frente a un volcán: puede brotar del susurro de alguien que creías haber perdido para siempre, diciendo cuánto te quiere.
Así que sí, adoro viajar y no concibo mi vida sin hacerlo. Pero ya no lo veo como una huida. Ahora es una forma de aprender, de experimentar, de renovarme… para volver a coger el mejor avión de todos: el que me trae de vuelta a mi hogar.
Un abrazo y nos leemos pronto,
Silvia
